Queridos diocesanos:
El papa Francisco pronunció hace unas semanas una
frase que desconcertó a muchas personas. Afirmó con mucha contundencia
que él era un pecador. Tal vez la sorpresa se produjo por la persona que
lo reconocía y por su ministerio al frente de la Iglesia universal.
Algunos lo han atribuido al reconocimiento de la propia humildad pero
los cristianos sabemos que todos, mientras permanecemos en este mundo,
estamos sujetos a la tentación y al pecado y necesitados de conversión.
Sin exclusiones de ningún tipo. Ni siquiera el Papa se libra.
Por otra parte da la impresión de que últimamente
se insiste en fomentar la actitud de la alegría en todos los cristianos
por parte de muchos sacerdotes en sus predicaciones dominicales.
Seguramente se produce también por la benéfica influencia de las
palabras y gestos del papa Francisco y por la publicación de su
Exhortación Apostólica Evangelii gaudium. Con gran constancia el Santo
Padre nos recomienda que vivamos con mucha alegría la fe en Jesucristo;
no puede un cristiano manifestar rostro triste y «avinagrado». El
evangelio, tanto en su vivencia como en su predicación, se expresa con
completa felicidad y con alegría profunda de quien se siente amado por
Dios y al servicio de sus hermanos. Esta recomendación no es una novedad
ni una moda pasajera. Reside en las palabras y gestos del mismo Jesús;
también en la permanente actitud de la Virgen María que se hace más
patente en el canto del Magnificat. Hay preciosos textos de san Pablo
que lo atestiguan de igual modo. Podríamos recordar a muchos santos que
hicieron de la alegría su seña de identidad.
¿Se pueden combinar ambos términos en una misma
persona de modo simultáneo? Porque parece que la conversión implica
penitencia, arrepentimiento y cara triste. O también que la alegría va
asocia da a despreocupación y a poca seriedad en los planteamientos
fundamentales de la vida y de la fe. Pero las apariencias no pueden
constituir la norma de nuestro juicio. Tenemos que buscar en lo más
profundo del corazón de cada uno. Además el mismo Jesús combina los dos
términos cuando afirma «que habrá más alegría en el cielo por un pecador
que se convierta…» (Lc 15,7-10) y nos sitúa en la línea de salida para
disfrutar, como los ángeles, de la alegría de la conversión. En este
tiempo de Cuaresma el Señor nos invita con más insistencia a la
conversión. A una transformación de la vida según los criterios del
Evangelio.
La conversión es volver a mirar a Jesucristo,
aceptar el Reino de Dios que Él anuncia y renovar en profundidad
nuestros modos mundanos de actuación para adaptarlos a sus exigencias. Y
este planteamiento de conversión no puede quedar en el aire como algo
difuso o indeterminado. Debe concretarse en una realidad que nos ayude a
encontrarnos con la misericordia del Señor. Y esa concreción tiene un
nombre: el sacramento de la penitencia.
Os invito a todos a confesar vuestros pecados.
Necesitamos acercarnos al sacramento del perdón para experimentar la
alegría del regalo que Dios nos hace. Nos lo recordamos unos a otros
cada año en este tiempo. Se nos sugiere dedicar un día completo para
facilitar en las parroquias la confesión. Cumplamos esta sugerencia
sabiendo que nos hace falta a todos también a lo largo del proceso de la
vida cristiana. Las rupturas con Dios y con los hermanos necesitan
recomponerse previamente para participar de la Eucaristía. Es preceptiva
la limpieza absoluta de nuestro corazón para recibir a Jesucristo y
para llenarse de la alegría que Él nos concede. Con mi bendición y
afecto.
† Salvador Giménez Valls. Obispo de Lleida.