Queridos diocesanos:
La celebración de la Pascua es esencial para los
cristianos. Culmina la vida de Jesucristo en esta tierra en espera de la
Ascensión al cielo. Acaba el recorrido del Hijo de Dios que nos ha
acompañado y ha compartido nuestra naturaleza humana dándonos la fuerza y
el ejemplo para vivir con radicalidad su presencia, para aceptar sus
orientaciones, para tener la posibilidad de encontrarnos con Él
enseñándonos el camino de nuestras relaciones con el Padre Dios y con
todos los seres humanos, nuestros hermanos. Acaba su vida en este mundo;
permanece su persona hasta el final de los tiempos en los Sacramentos,
en la Palabra, en la Iglesia.
La Pascua, como todas las celebraciones
cristianas, manifiesta en su globalidad la persona del Señor, desde su
Nacimiento hasta su Ascensión. Nos permite reflexionar, recrear,
imaginar su mensaje universal y eterno. Hace posible, asimismo,
participar de su obra redentora y prolongar en el tiempo las
consecuencias de lo que significa. Cuando recitamos el Credo en las
misas de los domingos recordamos las verdades objetivas de nuestra fe y
la adhesión a las mismas por parte de cada participante y de toda la
comunidad. Repetimos siempre aquellas palabras que encabezan y
profundizan en este acontecimiento “… y por nuestra causa fue
crucificado… y resucitó al tercer día… y subió al cielo, y está sentado a
la derecha del Padre…” para que queden marcadas para siempre en nuestra
memoria, en nuestro corazón y en nuestras actividades sabiendo que el
sujeto y el centro de nuestra fe es la persona de Jesucristo. De Él lo
recibimos todo, nuestra actitud orante, la participación en los
sacramentos y el compromiso sincero y leal con nuestros hermanos.
Nuestra identificación con Cristo nos exige optar
por la vida nueva que ahora nace, tras vencer el pecado y la muerte,
para posibilitar una esperanza en plenitud hasta la vida eterna. Por
ello la fiesta de la Pascua, además del esencial componente religioso,
está envuelta en multitud de manifestaciones populares, artísticas y
culturales como expresión de la alegría y la felicidad que provoca en el
corazón de millones de cristianos en todas las partes del mundo. Hemos
disfrutado de pinturas y grabados, hemos gozado de magníficas melodías,
hemos leído poemas y escritos sobre este acontecimiento cristiano que
nos alegra, nos emociona y nos compromete en la autenticidad y la
coherencia de nuestra vida con la del Señor, con total claridad,
transparencia y verdad.
Hace unas semanas, en la Jornada sobre la Vida del
día 25 de marzo, os recordaba la importancia que todo cristiano ha de
tener en defensa de la vida, desde la concepción hasta la muerte
natural. También lamentaba los casos de muchos cristianos que provocan
muerte y oscurecen la vida que regala para todos el mismo Señor. La
fiesta de la vida por excelencia es la Pascua de la Resurrección de
Jesús. En ella encontramos la felicidad de ensalzar la vida y luchar
contra todo aquello que mata el corazón humano, que pisotea la dignidad
de cada persona, que colabora con la injusticia de la desigualdad y la
carencia de los indispensables medios para vivir. Demasiados casos
contabilizamos en estos meses últimos por los que debemos pedir perdón y
colaborar con la justicia. Un caso ya sería suficiente para pedir la
purificación de nuestra conciencia y para mantener unas actitudes
transparentes y evangélicas ante los abusos.
A pesar de nuestros pecados y de la muerte que
producen, hoy gozamos y manifestamos la Vida clara, justa, libre,
solidaria y alegre que trae Jesucristo con su Resurrección. Felicidades.
Con mi bendición y afecto.
+ Salvador Giménez, obispo de Lleida.