Carta semanal del Obispo de Lleida

Pascua de Resurrección

En los recuerdos y percepciones que cada uno de nosotros tiene al pronunciar la palabra PASCUA, se unen siempre la alegría y la vida. Para los cristianos, el acontecimiento que celebramos en esta fiesta no proviene de la naturaleza ni de ninguna abstracción; manifestamos al mundo entero que Jesucristo, una persona concreta, el Dios encarnado, ha resucitado, vive con nosotros y acompaña a la humanidad en sus angustias, dificultades y esperanzas. Con lo cual aceptamos que Cristo resucitado nos ha regalado una nueva vida y ha llenado nuestro corazón de alegría y esperanza.
La historia de nuestros pueblos y comunidades está repleta de referencias religiosas que tienen como centro la persona de Jesús de Nazaret. No podemos entender ni explicar nuestro devenir ni nuestra cultural sin conocer sus palabras y sus gestos. Todo ello queda sellado por su resurrección, motivo de
la alegría de nuestra fiesta. San Pablo nos lo recordaba con una gran sencillez pero con rotundidad: “Si Cristo no hubiera resucitado, nuestra fe no tendría sentido”. Es, pues, fundamental unir la alegría de nuestro encuentro con Él y las consecuencias prácticas que se derivan con relación a nuestros hermanos y al mundo en general.
La vida nueva que recibimos nos sitúa en una posición inmejorable para apreciar la creación que Dios ha dispuesto para nuestro propio beneficio y el de toda la humanidad. También, para amar a nuestros semejantes sin ningún tipo de cortapisas ni limitaciones, aceptando sus cargas y perdonando sus errores. Para servir de modo especial a quienes más sufren, por el hambre, la soledad o las guerras. Esta actuación no es un invento de cada cual ni producto de un sentimiento más o menos arraigado; es el don y la posibilidad de una vida renovada que nos concede el Resucitado para que sea plena nuestra alegría y se traduzca en una libertad digna para todos y en la fraternidad.
Quienes participáis de la Vigilia Pascual experimentáis la alegría que la Iglesia transmite en esa misma celebración. El fuego a la puerta de la Iglesia, la luz que indica la procesión de entrada iluminando la oscuridad del templo, el canto del anuncio de la Resurrección, las lecturas bíblicas de la creación del mundo, la obediencia de Abraham, la liberación del pueblo judío de la esclavitud, el consejo de los profetas y del Apóstol, para terminar con la lectura del Evangelio anunciando al mundo entero la resurrección de Jesús. Después, se bendice el agua y se recuerda nuestro bautismo; en algunas parroquias se administra el bautismo a niños y adultos, para concluir la Eucaristía con Cristo en el centro de la celebración y de la vida cristiana.
Quienes no participáis de las celebraciones parroquiales, notáis que la alegría invade calles y campos, y apreciáis los encuentros familiares, los cantos… De algún modo, todos estamos inmersos en el gozo de la celebración de la nueva vida.
Para compartir la vida de Jesucristo es necesario reflexionar cada año sobre aquello que oscurece la vida y hace brillar la muerte. Pensad, rezad y acoged a los refugiados que llegan a nuestro mundo opulento. También, a los cristianos perseguidos por su fe. Contad con aquellos emigrantes que deambulan por nuestras calles. Rechazad los malos tratos a mujeres, sobre todo; también a niños y ancianos. Denunciad a quienes promueven guerras o son sujetos de corrupción. No aceptéis el aborto ni la eutanasia. Buscad el respeto, el amor, la fraternidad y la belleza de la vida que nos trae el Señor con su resurrección.
+Salvador Giménez, obispo de Lleida.