La Pascua de Jesús
En
el domingo de Pascua celebramos el acontecimiento de la resurrección de
Jesús. Al final de su vida, pasión y muerte, nos alegramos del
cumplimiento de su promesa de que resucitaría al tercer día (Jn
2,21-22), concluyendo su glorificación con la Ascensión al cabo de
cuarenta días.
Los cristianos han actualizado cada año la
historia de la Redención de Jesucristo con profundos sentimientos de
consternación ante la muerte del Calvario y con elevados niveles de
alegría en la Pascua, que derivan en manifestaciones coloristas de
piedad popular pero que encierran y mantienen los fundamentos de nuestra
fe. Tenemos que dar razón de nuestra esperanza, nos conminaba el
Apóstol, con la exigencia de una vida plenamente auténtica para quienes
nos mueve seguir y aprender de Jesucristo.
El Señor nos regala, con su Pascua, una nueva
vida. No sólo es una frase sugerente y atractiva, contiene todos los
elementos que configuran nuestra existencia cristiana. Son dos los
niveles de atención: la llamada a la vida eterna, tras nuestra muerte, y
el compromiso con la vida terrestre junto a nuestros hermanos. Nuestra
vida, que empieza con el bautismo, debe fundamentarse en los parámetros
que nos recuerdan la palabra y los hechos de Jesús. Afirmamos poseer una
nueva vida y trabajamos para que sea una realidad constante y exigente
en todos los órdenes y en cualquier circunstancia. Y ésta es la
aportación que me gustaría ofrecer si alguien me pidiera concreciones
sobre la vida cristiana que empieza con la Pascua.
Bastaría recurrir a algunas frases de los escritos
apostólicos, que entrelazan la vida personal con la comunitaria, y que
se basan en aquella contundente afirmación de Jesús: «Yo soy la
resurrección y la vida» (Jn 11,25) y que motiva aquella otra de que en
vuestra vida diaria «os conocerán como discípulos míos si os amáis unos a
otros» (13,35). Estoy convencido de la sinceridad de muchos que
manifiestan emoción al leer o escuchar aquel texto sobre las
características del amor que escribía san Pablo en la carta a los
cristianos de Corinto: «El amor es paciente, es benigno, no tiene
envidia…» (13,4). Seguramente la realidad del amor lo engloba todo. Pero
podemos añadir todavía unos matices que apoyan esta actitud vital.
«Acogeos mutuamente, como Cristo os acogió» (Rm 15,7). «Así pues,
procuremos lo que favorece la paz» (Rm 14,19). Nos recordaba también san
Pablo que nos comportáramos como niños en lo que toca a la maldad, pero
en lo que toca a los pensamientos, fuéramos adultos, actuáramos con la
misma libertad y responsabilidad que Jesús.
En otro momento, decía el mismo apóstol que
procediéramos «con honestidad, ciencia, paciencia y amabilidad, con
palabras verdaderas y con las armas de la justicia» (cfr. 2Cor 6,6-7).
Les decía, también a los Gálatas, que «los frutos del Espí- ritu son el
amor, la alegría, la paz, la paciencia, la afabilidad, la bondad, la
lealtad, la modestia y el dominio de sí» (cfr. Gal 5,22 y ss.). Y en la
carta a los Efesios les insistía: «Así pues, ya no sois extranjeros ni
forasteros, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de
Dios» (2,19).
Es muy gratificante para mí anunciaros con estos
datos, y hay muchos más, la nueva vida que nos trae Jesucristo en este
domingo. A diario, le pido ser capaz de hacer realidad lo que Él me dice
y tener sus mismos sentimientos. También, tener la valentía de decirlo a
todos, a los creyentes y a quienes no termináis de aceptar su estilo de
vida.
† Salvador Giménez Valls Obispo de Lleida