Tengo
la costumbre de recibir en el Obispado los diversos grupos de jóvenes
que tienen que recibir próximamente, en sus respectivas parroquias o
colegios, el sacramento de la Confirmación. El objetivo se reduce al
mutuo conocimiento, obispo y confirmandos, i el poder explicarles muy
resumidamente en qué consiste la celebración, respondiendo también a sus
preguntas.
Es un encuentro que siempre me resulta
gratificante. Tras una hora y media de animada conversación con los
confirmandos, siempre acabo contento de la experiencia. Por su modo de
comportarse, por la espontaneidad de las cuestiones que plantean, por la
atención que manifiestan y por las muestras de gratitud que expresan.
Todo ello añadido a la aceptación explícita de su propia fe que, como
comprenderán, es el aspecto más importante de ese momento.
Soy consciente de que de una sola reunión no se
pueden extraer demasiadas conclusiones. Para la gran mayoría, el lugar
es desconocido y hablan con alguien que han visto de lejos en alguna
celebración parroquial, pero con quien nunca han intercambiado opinión
alguna. Por ello, seguramente se muestran contenidos y evitan palabras o
gestos molestos. Asisten acompañados de sus catequistas que, después de
introducirlos en el diálogo, quedan expectantes i un poco preocupados
ante alguna salida de tono que puede ser habitual en las sesiones
semanales de preparación. Al final del encuentro pido la impresión de
los catequistas y siempre es positiva, lo cual me produce satisfacción y
agradecimiento.
Es mi deseo de hoy compartir con todas las
comunidades cristianas estas mismas impresiones y, sobre todo, agradecer
el esfuerzo que se hace en la preparación de los jóvenes para recibir
los sacramentos. Porque toda la comunidad cristiana está sujeta a la
responsabilidad de la iniciación en la fe de sus miembros. Es una obra
de todos, aunque dejamos en manos de unos pocos catequistas la labor de
concretar la maduración y el crecimiento de la fe de los jóvenes que
acuden a las sesiones de catequesis.
Además del merecido agradecimiento, hace falta
insistir en aquello que todos vosotros sabéis con relación a la
transmisión de la fe: la responsabilidad y la alegría de dar a conocer
al Señor. Sin temores, con libertad, ofreciendo motivos, señalando
caminos, acompañando voluntades. No nos podemos permitir el desánimo ni
hundirnos en el lamento. Necesitamos el coraje de los primeros
cristianos que, tras escuchar a los Apóstoles, se reunían en comunidad
para rezar, celebrar y compartir los bienes. También para enseñar a los
nuevos e incorporarlos al proyecto de Jesús.
En este tiempo de tantos desafíos los pastores,
obispo y sacerdotes deben mostrar una mayor entrega y dedicación a este
servicio. Los catequistas deben manifestar mayor empuje en su formación y
por el afán de convicción y atracción hacia Señor. Los padres deben
insistir una y otra vez en la importancia de la fe para la vida y el
futuro de los hijos; pido a Dios por ellos, para que no se cansen en
ofrecer una auténtica formación cristiana a su gente, que vuelvan de
nuevo a valorar la fe y la oración en el hogar. La familia en general
debe arropar y empujar a sus miembros más jóvenes a acudir a la llamada
de la catequesis.
Suena todo a deberes aunque no tiene porqué ser
una carga pesada. Ha de convertirse en una tarea llena de gratificación
cristiana, por haber cumplido con la obligación adquirida con nuestro
bautismo y por el concreto servicio que hemos prestado a la Iglesia.
+Salvador Giménez, bisbe de Lleida.