Hablar de los enfermos. Atenderlos.
No
me gusta empezar este comentario diciendo que todos somos o estamos
enfermos. Querría evitar frivolizar con aquella frase que,
coloquialmente, atribuimos a la igualdad de los seres humanos. Sí, todos
somos iguales, pero unos más que otros.
El tema de la enfermedad es muy importante en
nuestra vida. Lo prueba su presencia constante en nuestras
conversaciones. Podríamos decir que la enfermedad nos define. Es
exponente de nuestra fragilidad humana. El tema se puede tratar desde
muchos puntos de vista, desde el médico-científico hasta el organizativo
o social, o como reivindicación permanente con vistas a mejorar la
atención sanitaria. Nosotros lo trataremos desde la fe.
Los católicos participamos también de la
preocupación por la enfermedad. A título personal todo creyente, desde
su situación profesional o familiar, se esfuerza en atender o mejorar la
realidad del enfermo que tiene a su lado. Además de ello, durante este
mes de febrero que acaba, como todos los años, la comunidad eclesial ha
insistido en recordar el mundo del enfermo. Empezamos el mes con la
celebración de Vida Creixent, recordando que la enfermedad está presente
en las personas de edad; continuamos con la fiesta de la Virgen de
Lourdes en la que pedíamos al Señor por todos los enfermos, agradecíamos
la tarea y el esfuerzo de tantos miembros de la Hospitalidad de Lourdes
cuyo centro es la atención a los enfermos, y llenábamos las parroquias
de plegarias para implicar a todos los participantes en la cercanía
hacia los que carecen de salud, al celebrar la llamada Jornada del
enfermo. Sin contar el recordatorio, que se nos brindaba desde Manos
Unidas, para colaborar en la disminución de la fragilidad en los países
más pobres, o la próxima fiesta de San Juan de Dios, volcado en atender a
los enfermos.
Los católicos aceptamos la enfermedad como un
período de nuestra vida que visibiliza la fragilidad humana y que nos
sitúa ante la necesidad de dar o recibir ayuda. Percibimos que esa
condición de enfermos tiene un recorrido múltiple, desde la
desesperación y el rechazo hasta la aceptación. A unos nos hunde, a
otros los ponemos como modelos ejemplares para imitar su disposición de
ánimo. Desde luego podemos decir que los católicos luchamos para poner
nuestra vida en manos de Dios. No es fácil, pero es coherente con la
actitud que nos muestra el mismo Jesús en el evangelio. Quisiéramos
mostrar el lado más admirable de quienes se comportan de ese modo. Nos
agradaría, cuando llegue el momento, ser capaces de afrontar con
dignidad cristiana esa situación.
Que nadie olvide una palabra de gratitud hacia
tantos profesionales que en hospitales o residencias geriátricas
atienden con cariño a los enfermos. Que todos valoremos con una buena
nota a quienes se esfuerzan por dar una buena atención a familiares,
amigos o conocidos en una situación complicada. Que cada día haya más
personas que se comprometan con los equipos parroquiales de pastoral de
la salud, que acompañan y se muestran cercanos a los enfermos con sus
oraciones, sus conversaciones y sus gestos para hacer más soportable el
tiempo de la enfermedad. A quienes lo solicitan les llevan a Jesucristo,
el único que conforta, que acompaña y comprende, de forma definitiva y
en cualquier circunstancia, al enfermo.
+Salvador Giménez, bisbe de Lleida.