Hablamos de nuestro patrimonio
Es una gran verdad que quienes dirigimos alguna
institución nos hemos de acostumbrar a la crítica. Todos queremos
acertar en las decisiones, cumplir las finalidades, contentar al mayor
número de interesados, practicar el diálogo constante, atender las
sugerencias y mejorar la gestión dejando la institución, tras nuestro
paso por ella, en un estado más confortable.
A pesar de las buenas intenciones o realizaciones
de los directivos siempre hay alguien que nos hace una advertencia, nos
propone una alternativa o nos lanza una crítica. Mirado fríamente todo
parece normal. Sin embargo abundan las ocasiones en las esto mismo
produce o se convierte, por el estado de ánimo, por las palabras o
escritos vertidos o por circunstancias diversas, en una gran
preocupación, en un enfado o, lo que es peor, en un
rechazo cordial de
toda crítica razonada o, por el contrario, poco fundamentada. A todos
nos cuesta recibir correctivos.
Y, a pesar de todo, las críticas nos ayudan a
todos a purificar nuestra mente y nuestra acción, nos sitúan mejor ante
la realidad y también nos ayudan a mejorar nuestra propia gestión.
Normalmente llamamos a esto crítica constructiva porque la suma de las
distintas opiniones constituye un mejor acercamiento a la verdad de las
cosas. Prefiero no hablar de los posibles sentimientos insanos que
envuelven algunas críticas.
Digo lo anterior por mi responsabilidad sobre los
bienes materiales de nuestra iglesia diocesana. Todos sabéis que el
obispo ha de procurar que el patrimonio común sea bien utilizado, bien
conservado y cumpla la finalidad para la que fue instituido. Desde luego
es una responsabilidad compartida con los sacerdotes, religiosos y
laicos en cada uno de los niveles de atención y dedicación. A todos nos
gusta más recibir elogios y felicitaciones que críticas negativas. Unas y
otras las tenemos que aceptar deportivamente. Mejor diría,
religiosamente, porque desde esta perspectiva valoramos al otro,
crecemos y perdonamos cualquier atisbo de rencor o descalificación.
Puedo decir con cierta satisfacción que conozco
prácticamente todos los edificios de nuestra diócesis. En el año y medio
que llevo entre vosotros he visitado todas las parroquias y quiero
mostrar, en primer lugar, mi agradecimiento a los que levantaron
templos, casas y locales parroquiales y a todos aquellos que, hasta hoy,
han sabido conservarlos y ponerlos a disposición de la sociedad en
general. En segundo lugar continuar pidiendo colaboraciones de todos
para que el patrimonio, propiedad de cada comunidad cristiana, no sufra
un deterioro irreversible con el paso de los años. Para los vecinos de
nuestros pueblos el templo es seguramente el edificio más característico
y el más querido. A todos nos corresponde su conservación como un bien
acumulado desde muchas generaciones.
Cuando entro en un templo miro las paredes y
pregunto por su estado. Puedo afirmar que la inmensa mayoría está
decentemente conservado. Y esto es una obra común; los cristianos están
satisfechos de su realización y no impiden a nadie que los visite o los
pueda utilizar. Es de todos y para todos. Por ello me sorprende tanta
insistencia en afirmar la propiedad del obispado, la escucha de algunas
amenazas, veladas o manifiestas, de aumentar impuestos futuros o las
reticencias para destinar fondos públicos a las restauraciones.
Desde siempre la comunidad cristiana ha construido
con su trabajo y con su dinero el patrimonio de todos. Es parte
fundamental de nuestra historia y muestra con claridad los aspectos más
relevantes de nuestra idiosincrasia. Gratitud y colaboración para ello.
+ Salvador Giménez, bisbe de Lleida