Carta semanal del Obispo de Lleida

No haría falta utilizar una palabra más para volver sobre la problemática de la emigración en estos momentos. Se ha escrito mucho desde distintos puntos de vista y se ha sensibilizado a nuestra sociedad de los aspectos positivos y negativos de las migraciones. Por otra parte no es un fenómeno nuevo; ha sido una constante a lo largo de la historia de la humanidad los continuos flujos de seres humanos que cambian de domicilio huyendo de la miseria o buscando un futuro mejor. La experiencia personal de emigrar conlleva muchas dificultades y sinsabores. Algunos rehacen su vida pero otros sufren lo indecible durante un largo período de tiempo y se exponen a calamidades sin cuento, desde la delincuencia hasta la marginación social. A todos se les presenta un triple camino: o se integran en una sociedad nueva o viven de forma clandestina o son retornados de nuevo a
sus países de origen. En cualquier caso siempre les acompaña el sufrimiento.
Existe otro fenómeno añadido producido por enfrentamientos y persecuciones a causa de las ideas políticas o religiosas que obligan a abandonar el propio país y solicitan asilo político para evitar el hambre o la muerte violenta. Son los llamados refugiados a quienes se les procura una cobertura legal para la implantación en el nuevo país. La situación ha tenido siempre una consideración especial y está muy regulada por las leyes y convenios internacionales desde hace muchos años con una aceptación general.
El fenómeno migratorio es muy complejo con derivaciones legales, culturales y sociales que no son objeto de este breve comentario. Tiene una motivación religiosa que invita a recordarla a los cristianos y que la da a conocer humildemente al resto de grupos sociales. Sin intentar dar una solución legal ni obviar las normas de cada país pero pidiendo siempre un trato humano justo, propio de la dignidad de las personas y, si es posible, ofreciendo un decente horizonte vital.
Sin dar lecciones a nadie puesto que todos nosotros pertenecemos a una sociedad desde hace años receptora de migrantes y conocemos totalmente la situación creada. Hay opiniones dispares pero los cristianos tenemos claro el trato que debemos dispensar a todos desde la buena nueva de Jesús: de acogida, de amor, de respeto, de ayuda, de colaboración, de integración fraterna. Todos somos hijos del mismo Dios y hermanos de Jesucristo y entre nosotros. Esa actitud está por encima de los papeles, de las normas sociales y de la misma legislación nacional o internacional. Me consta el trabajo y la dedicación de muchos cristianos, en nuestra diócesis, en esta línea siguiendo aquellos consejos bíblicos: “Amaréis al forastero, porque forasteros fuisteis en Egipto” (Dt 10,19), o “No oprimirás ni vejarás al forastero, porque forasteros fuisteis vosotros en Egipto” (Ex 22, 20).
La misma Iglesia nos lo ha recordado siempre con orientaciones escritas, con trabajos de diferentes organismos y con gestos del mismo papa Francisco en su visita a Lampedusa o en las iniciativas cercanas al Vaticano. Instituyó, además una JORNADA MUNDIAL DEL EMIGRANTE Y DEL REFUGIADO, que va por la 103, y que este año la celebramos el 15 de enero con un Mensaje papal titulado: “Emigrantes menores de edad, vulnerables y sin voz”.
Las palabras del Papa son impresionantes y nos obligan a una profunda reflexión ante el drama de tantos niños sin nadie que les atienda, expuestos al tráfico de seres humanos o al crimen organizado, dedicados al abandono y sin esperanza, prostituidos o entregados a grupos armados. Necesitan todos ellos protección y defensa. Nuestro seguimiento de Jesucristo nos “obliga” a responder con piedad y cercanía ante esta tragedia infantil.

                                                               +Salvador Giménez, obispo de Lleida.