El amor cuida la vida
Queridos diocesanos:
La Iglesia celebra el día 25 de marzo la
solemnidad de la Encarnación, el Dios que se hace hombre como nosotros.
El absoluto se hace concreto en la carne humana para compartir con la
misma humanidad sus alegrías, sus dificultades y sus esperanzas. Es el
día en el que hacemos memoria de María que acepta el reto de colaborar
con Dios para que de ella nazca el Hijo. Todos recordáis la Anunciación
del ángel Gabriel a una joven que vivía en una casa de Nazaret. Nueve
meses más tarde celebramos el nacimiento, la Navidad, de Jesucristo, el
Hijo de Dios.
Ese mismo día 25 los cristianos celebramos la
Jornada por la Vida con un lema, el que en este año da título a este
comentario, que vincula el amor con la vida y que nos resulta muy
aleccionador y nos ofrece un inmenso consuelo. Sólo quien ama de verdad
es capaz de dar y cuidar de la vida propia y la de los demás. Eso mismo
nos lo enseña nuestra fe. Frente a una idea de un Dios lejano que nos ha
dejado solos y al que no le interesan las cuestiones humanas, se nos
presenta una verdad muy diferente en la cercanía de ese Dios que se
encarna. Nos dice san Juan que la indiferencia es la que mata el amor.
Los cristianos afirmamos que Dios ha hecho suyo, por amor, todo lo que
el ser humano vive y, de nuevo con palabras de san Juan: «he venido para
que tengan vida y una vida abundante» (Jn 10,10). Ello nos obliga a
eliminar todo aquello que mata y a procurar el trabajo, el cuidado y la
preocupación por dar y prolongar la vida digna para todos.
La Iglesia proclama con fuerza que la vida es
siempre un bien. Lo ha querido concretar a lo largo de su historia con
abundantes orientaciones. La última referencia del papa san Juan Pablo
II la escribió en su carta El Evangelio de la vida. Y también ha escrito
cosas bellísimas el actual papa Francisco, como ésta de la exhortación
Amoris laetitia, «La alegría del amor que se vive en las familias es
también el júbilo de la Iglesia» y esta otra en La luz de la fe: «El
amor mismo es un conocimiento, lleva consigo una lógica nueva. Se trata
de un modo relacional de ver el mundo, que se convierte en conocimiento
compartido, visión en la visión de otro, o visión común de todas las
cosas» (núm. 27) o aquella de El rostro de la misericordia: «La
credibilidad de la Iglesia pasa a través del amor compasivo y
misericordioso» (núm. 10).
En este camino de cuidar la vida nos encontramos
con muchos compañeros de viaje que nos animan a no desfallecer en la
proclamación de este gran principio a pesar de las infidelidades, de los
pecados, de las incoherencias y de las oscuridades de muchos
cristianos, laicos, consagrados y pastores que, en su actuar, llevan a
la muerte y tenemos que ser valientes para pedir perdón y acudir a la
justicia: por los abusos sexuales y de poder sobre niños y jóvenes que
afecta a algunos de nosotros; por la violencia doméstica sobre todo
contra las mujeres que llega hasta la repugnante trata y el comercio
humano; por la utilización de los niños para la guerra; por las acciones
terroristas bajo el pretexto de la etnia, de la religión o de la
cultura; por al abandono de los ancianos y la no aplicación equitativa
de remedios sobre los enfermos hasta la pretensión de solicitar la
eutanasia como un final violento; por el uso del aborto que mata la vida
del ser concebido y no nacido; por el desprecio hasta llegar a la
aniquilación de los seres humanos por el color de su piel o por
convicciones distintas.
A pesar de todo ello nos obligamos a predicar la
vida, sabiendo que el amor se debe poner más en las obras que en las
palabras. Es una exigencia del discípulo del Señor. Y cuando no lo
hacemos así estamos atentando contra lo esencial del ser humano. Contra
su vida. Y sólo el amor es capaz de cuidar la vida. Con mi bendición y
afecto.
† Salvador Giménez Valls. Obispo de Lleida